Graciela quería un trago. Prefería el vino francés rojo, pero esta noche cualquier cosa serviría. Montaña Perdida quedaba muy lejos de Nueva York. Ya se estaba acostumbrando al silencio pero se sentía un poco vulnerable sin el ruido y la actividad de la ciudad que le daban una falsa sensación de seguridad. Acomodada en su cabaña de troncos y acompañada de sus dos perros, Graciela admitió que se sentía más segura estando sola en esta montaña que en cualquier lugar de la ciudad.
Cualquiera se puede sentir tan solo en Montaña Perdida como en Nueva York. Hubo días en la ciudad en los que no hablaba con nadie. Ella siempre había sido una solitaria. Había nacido en una familia acaudalada del viejo sur y siempre pensó que de alguna manera había aterrizado en la familia equivocada. Para ella había sido fácil creer que en verdad podría ser una extraterrestre, pues nunca se había sentido cómoda en la Tierra. Dentro de su ser había un sentimiento de un profundo vacío que siempre estuvo con ella.
Era como si supiera que no pertenecía a este lugar y anhelaba ir a casa, quedara donde quedara. Ella había viajado mucho, se había casado, divorciado. Se había unido a grupos, los había abandonado y había leído demasiados libros, pero nadie tenía las respuestas que estaba buscando. Había leído que los monjes en el Tíbet se encerraban en celdas oscuras durante un año y no hablaban con nadie. Ella estaba lista para hacer lo mismo, pero a su manera.
Pensó en su niñez mientras se servía un merlot californiano. Su padre era un empresario de centros comerciales, no aquellos enormes que absorben todo sino los pequeños que aparecen en todas partes para contribuir con su estética al infortunio suburbano. Él era muy rico y estaba muy ocupado, demasiado ocupado para atender a su hija. Todo el mundo le decía que debería estar feliz y agradecida; tenía todo el dinero del mundo, estudió en la mejor escuela privada y podía comprar con sus tarjetas la ropa que quisiera en los mejores almacenes. Su hermano sí era feliz, estaba seguro de que se encargaría de los negocios de su padre cuando creciera y ocuparía su lugar en el mundo como un ejemplo destacado del sueño americano. Pero, si todo era color de rosa, pensaba Graciela, ¿por qué su madre tomaba tantas pastillas?
Diana, la madre, era una beldad sureña de la vieja escuela. Su propia madre murió cuando sólo tenía cuatro años y la pequeña Diana se había culpado por esto. Cuando era joven Diana procuró ser independiente, pero pasados los 30 años se casó con Brent, el padre de Graciela. Lo hizo por amor y también por temor a la soledad. Brent amaba a Diana a su manera, pero era un tirano innato. Si Diana no hacía su voluntad él desataba su ira contra ella. El gabinete del baño de Diana estaba repleto de tranquilizantes y pastillas para dormir, que llegaron a ser "los pequeños ayudantes de mamá".
Graciela tampoco era inmune al mal genio de su padre. Si ella se interponía en su camino o no estaba de acuerdo con los planes que él tenía para su vida, explotaba y la degradaba con palabras soeces. En silencio la madre salía a buscar su gabinete mientras Graciela quedaba reducida a los sollozos. Nadie defendía a Graciela, nadie la apoyaba. Luego, después de estos episodios, para suavizar las cosas, el padre le compraba muñecas, un vestido y más tarde, acciones. Pero ella nunca aprendió a ver la vida de la manera como la veía su familia. Temía convertirse en un trofeo para algún tirano rico en caso de que se casara. Ella no quería terminar como su madre sin importar cuán jugosa fuera la paga.
En el bachillerato la vida de Graciela no fue tampoco muy feliz. Aunque era hermosa y tenía sus pretendientes, había una parte de ella que nadie conocía, que aparentemente nadie quería conocer. Se rebeló y empezó a buscar gente que era inaceptable para su familia. Entabló amistad con artistas y músicos. Era la época de los años 60 y Graciela escapó hacia Nueva York, en busca de "aire fresco".
En aquella cabaña de la montaña reinaba la quietud. Hasta el loco aullido de los coyotes había cesado. No había luna, solamente las estrellas. Graciela decidió dormir afuera en la terraza bajo el cielo. Con sus jeans y su suéter se metió en su saco de dormir y miró hacia arriba. ¡Dios! Se podía ver cada estrella en el cielo y había millones de ellas. Definitivamente esto no era como la ciudad. Era tan prístino. Graciela se olvidó de su pasado, de su soledad, de su temor y se perdió en la belleza del cielo nocturnal.
Inanna estaba todavía en el disfraz del sacerdote druida y le habló a Olnwynn: "Hijo mío, puedes descansar un rato. Hablaremos más tarde".
La paz y la calma que emanaba Graciela alcanzaron la realidad de Inanna. "Melinar, esta es nuestra oportunidad. ¿Qué le decimos? ¿Qué hacemos? No queremos asustarla".
Los brillantes de Melinar empezaron a acelerarse.
Los grandes ojos castaños de Graciela se llenaron de lágrimas.
La belleza del cielo nocturnal era demasiado para ella, desde hacía muchos años no había visto un cielo así. Sonrió cuando una estrella fugaz cruzó frente a ella. Un buen presagio, pensó. Este es mi hogar, aquí encontraré lo que estoy buscando.
El cielo estrellado era tan brillante que Graciela cerró los ojos. Detrás de sus párpados percibió la oscuridad total de su imaginación. Pensó sobre este contraste hasta que un objeto pintoresco se formó en esa oscuridad y empezó a girar. Frente a ella empezaron a moverse y a mutar, como joyas preciosas, formas geométricas exquisitamente bellas. Era un espectáculo digno de presenciar y ella no quería que se alejara. No sabía qué podía ser este espectáculo de luces, pero instintivamente le agradaba.
Graciela siempre había tenido visiones; cuando era niña tenía sus amigos imaginarios. Uno de ellos era un extraterrestre diminuto. Este amistoso ser volaba al lado del carro de su padre en el vehículo más fascinante. Le contaba a Graciela toda clase de historias interesantes, le explicaba cosas y la mantenía ocupada durante horas. En años posteriores Graciela deseó recordar algo de lo que le había dicho este ser. ¿Por qué lo había olvidado? Ella se había sentido tan cerca de él y le había enseñado tantas cosas que realmente necesitaba saber. ¿Por qué no podía recordarlas ahora?
Las joyas mutantes continuaban danzando ante sus ojos mientras ella estaba despierta. Se sentía segura. Finalmente el vino y el cielo nocturnal la llevaron al sueño. Pensó que al día siguiente daría un paseo en el bosque de cedros. El rico aroma de los cedros se apiló en su conciencia mientras se quedaba profundamente dormida.
Melinar sonrió. "Ves, Inanna, le ayudaremos a sentirse segura y a que sea una con el cielo y el bosque. Sus temores se derretirán hacia la Tierra y se abrirá a nosotros. Le enseñaremos a amarse a sí misma y ese amor le proporcionará el coraje para saber".
Inanna miró fijamente a Olnwynn, que ya estaba roncando. Constantemente la asombraban las payasadas de sus Yo multidimensionales. Estos seres contenían su ADN y en algún lugar del tiempo ella había sido el origen de todos ellos. Pero encontrarse a sí misma entre toda la baraúnda resultante de todos estos seres que ella había creado se convirtió en un desafío progresivo. No obstante, en algún lugar dentro de todos estos seres se encontraba la habilidad latente de ser cualquier cosa que ellos quisieran ser. Cada uno poseía el poder de pensar por sí mismo o sí misma. Cada uno de ellos era un recolector de información para el Primer Creador.
Como su ADN estaba sólo parcialmente activado, sus Yo multidimensionales estaban atrapados en una especie de prisión electrónica de experiencias que se repetían miles de veces, como si el planeta entero estuviera condenado a un rebobinado eterno. La especie humana era famosa en toda la galaxia por su incapacidad de aprender de sus aventuras. Los tiranos y las guerras iban y venían. No obstante, nadie parecía aprender la lección. Inanna conocía muy bien al guardián de esta prisión. Durante la mayor parte de su vida pleyadense ella había estado enemistada con su primo Marduk.
Marduk había tenido éxito en derrotar a todos los otros miembros de la familia de Anu y ahora controlaba no solamente la Tierra, sino también su planeta nativo, Nibiru, así como todo el sistema de las Pléyades. Su tiranía era suprema y sus métodos ingeniosos. Era tan egoísta como despiadado, y había fabricado un extenso ejército de clones de soldados que se parecían a él. Se sentía realizado con el dolor y la frustración de aquellos a quienes conquistaba y manejaba. Lo peor de todo era que los habitantes de la Tierra ni siquiera sabían quién era su carcelero. Ellos creían que habían cometido un pecado imperdonable y se culpaban uno al otro de su triste condición.
Marduk fomentaba el antagonismo entre los grupos de la gente por medio de propaganda sutil de lavado de cerebro. Controlaba familias, tribus, naciones; ningún grupo era demasiado grande o demasiado pequeño para ser controlado. Cuando se producía una idea buena se animaba a un grupo a que la apoyara y la siguiera mientras que un número igual era estimulado a que se opusiera a ella. La idea podía ser política o religiosa, o incluso sólo la idea de cruzar un océano. Como los humanos tenían un cerebro desconectado que funcionaba a un décimo de su capacidad, en vez de razonar por sí mismos, ellos sólo reaccionaban, a menudo con violencia, a las sutiles manipulaciones de Marduk.
En una tierra tan fértil era muy fácil iniciar una guerra. Las guerras religiosas eran el plato favorito de Marduk. Llegó a predominar un tipo de mente que no producía pensamientos originales, sino que reaccionaba a los de otros. El comportamiento repetitivo se imprimió en los genes de la raza humana a través de la emoción del temor. A nadie se le permitía recordar durante un largo tiempo que todos los humanos en un principio habían venido de la misma fuente. Aquellos que sugerían estas ideas eran ridiculizados o brutalmente destruidos. Nadie recordaba que la fuente de toda la vida era el amor del Primer Creador.
Inanna pensó en el papel que ella jugó en este engaño progresivo. Ella y su familia se habían comportado como niños malcriados que sólo habían satisfecho sus caprichos egoístas sin pensar en las consecuencias. Sin saberlo, la familia había creado a Marduk, el resultado perfecto de su agresión y riña ególatra. No era el mejor de los legados.
Si la familia de Anu no se hubiera visto rodeada de la Pared invisible, probablemente habrían seguido su estilo de vida egoísta y controlador. Pero la Pared tuvo el efecto de detener la evolución progresiva de todos y cada uno de los miembros de la familia, incluso de Inanna. Ella nunca había estado tan aburrida; era como si toda la emoción y la espontaneidad hubieran desaparecido de sus vidas. Como no tenían otra alternativa, lo único que les quedaba era reparar el daño que habían hecho en la Tierra. Para que desapareciera la Pared había que liberar a la especie humana de su rueda repetitiva para que empezaran a evolucionar y dejaran de adorar al dios cuyo nombre ni siquiera conocían: Marduk.
De modo que Inanna y muchos otros miembros de la familia habían escogido proyectar porciones variables de sí mismos hacia cuerpos en múltiples marcos de tiempo.
Ellos tenían la esperanza de que alguno de estos Yo multidimensionales pudiera activar los genes perdidos de la especie y creara el potencial para un cambio total sobre la Tierra.
¡Qué pena! Sus esperanzas empezaron a marchitarse y esta tarea estaba resultando muy ardua en el mejor de los casos. No era beneficioso decirles a los humanos que hace más de 500,000 años los había invadido una raza extraterrestre. Era igualmente inútil decirles que su ADN había sido desconectado parcialmente.
Marduk había tenido mucho éxito en desprestigiar estas ideas desde el principio y cualquiera que las expresara era ridiculizado. Los humanos eran tan inseguros que fácilmente olvidaban la idea de contarle a otro que no estaban de acuerdo con el consenso general. Cualquiera que veía o escuchaba algo que no estaba de acuerdo con lo que la mayoría pensaba, era desacreditado y en algunas épocas hasta los quemaban en un madero.
La televisión y más tarde las computadoras se convirtieron en la herramienta principal para el control de los pensamientos de las masas. La "autopista de la información" le facilitó a Marduk el control sobre la mente del planeta entero. En verdad los monitores de computadora y televisión se habían convertido en especie de altares en cada hogar. La gente se sentaba frente a ellos durante horas, llenando sus mentes con la propaganda de Marduk. Las posesiones aumentaron y ahogaron a la gente a medida que se endeudaban más y más y luchaban por ser tan hermosos y ricos como los que veían en la TV. La mayoría de los hogares tenían por lo menos tres de esos altares. La raza humana entera quería ser rica; los ricos y poderosos eran respetados sin importar cómo era su carácter o comportamiento.
Las frecuencias electrónicas que envolvían a Terra hacían casi imposible la comunicación entre Inanna y su familia y sus Yo multidimensionales, porque nadie estaba escuchando.
Inanna observó cómo dormía Graciela. Sus perros la hacían recordar los dos leones domésticos que tanto amó en Terra. Los perros despertaron cuando la conciencia de Inanna se enfocó sobre ellos. Quizás, pensó ella, pueda comunicarme con Graciela. Inanna se permitió el sentimiento de esperanza a medida que escudriñaba los datos de la vida de sus otros Yo
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