En el tiempo de la Atlántida Inanna había proyectado una parte de sí misma como la encarnación de un sacerdote llamado Atilar. Este Yo multidimensional le proporcionaría toda la experiencia y el conocimiento que solamente se lograría mediante el dominio de sí mismo. Ella concluyó que la vida de Atilar afectaría por ósmosis a sus otros Yo multidimensionales, ya que todos se afectaban entre sí. Una psiquis altamente desarrollada les haría mucho bien a los otros.
Los genes de Atilar habían sido cuidadosamente cultivados durante muchas generaciones. Él poseía el ADN del padre de Inanna, lo que le proporcionó un acceso fácil al mundo físico. Nació en los centros de poder de Atlántida y cuando nació lo entregaron a los sacerdotes de la Orden de las Túnicas Azules. Toda su infancia la dedicó a un riguroso entrenamiento con el fin de ejecutar la tarea única de vigilar las frecuencias del grandioso centro de cristales de Atlántida por medio del pensamiento.
Toda la Atlántida recibía su potencia de las espirales de cristal que eran vigiladas por la Orden de las Túnicas Azules. Cuando era niño a Atilar se le dijo que había sido engendrado para realizar este trabajo. Nunca conocería mujer, nunca se casaría y nunca experimentaría la vida de un ser humano común y corriente. Hacía muchos eones se había tomado esta decisión y su vida se había dedicado a esta tarea sagrada.
Mientras otros niños jugaban a la pelota, Atilar se sentaba en posición de loto, sin mover ni una pestaña durante horas. Se le entrenó para que se olvidara de su cuerpo, de cualquier dolor o de cualquier otra distracción. Se le instruyó en las artes marciales, pero solamente para que protegiera los cristales y activara la fuerza que en su tiempo se llama chi. En la Atlántida esta fuerza no tenía nombre. Todas las grandes mentes sabían que había muchas fuerzas que no podían ser nombradas y a esta fuerza se le asignaba un sonido. Atilar fue entrenado para que lograra el acceso a esta poderosa fuerza subiendo la energía desde los órganos sexuales pasando por los siete centros invisibles de su cuerpo y dándole así poder a su mente y voluntad.
Él nunca se lamentó de su destino y desde la infancia le habían inculcado el hecho de que era un privilegiado. Él se deleitaba con la sensación de éxtasis que podía generar en su ser al controlar las fuerzas sutiles de su cuerpo y conectarlas hacia el cosmos por medio de los cristales. Pero Atilar y los sacerdotes de la Orden de las Túnicas Azules no conocían un aspecto fundamental y ése era el amor.
Su enfoque estaba sobre la mente y sus poderes, pero ninguno de ellos había experimentado el amor. De una manera estúpida lo consideraban como algo sin importancia. Como nunca tuvieron acceso al poder del amor, éste permaneció fuera de su alcance y por eso ellos tenían sus limitaciones.
Atilar se sentaba frente a los cristales y observaba profundamente su belleza, unía su conciencia con cada fragmento exquisito con el fin de modular su resonancia. Los cristales eran conductores de energía y Atilar era su afinador.
Se había quedado completamente quieto durante siete días, había rebajado el funcionamiento de su corazón hasta los ciclos requeridos y había bloqueado cualquier sensación de dolor en los receptores de su cerebro. El dolor no se registraba como sensación en su cerebro.
Por un momento salió de su cuerpo. Ya había pasado los cincuenta años pero no lo aparentaba. Era delgado y macizo, tenía cabello largo y gris, y sus ojos eran almendrados, de un color tan claro que parecía oro. Él era un viajero consumado y disfrutaba mucho de sus aventuras. En su conciencia hizo girar el Merkaba que rodeaba su cuerpo. Así pudo moverse a través del espacio. Voló más allá de muchas nebulosas y se emocionó ante la belleza y la sensación de ser completamente libre. Fue hacia un planeta que a primera vista se veía vacío, pero cuando se acercó más vio charcos de un líquido metálico que se convertía en seres quienes sonreían y lo saludaban. ¡El universo ciertamente estaba lleno de maravillas! En silencio, Qi, el Maestro de la Orden de las Túnicas Azules, entró en su cuarto: "Atilar, es hora de que descanses. Has modulado esta frecuencia perfectamente y ahora tienes que recargarte".
Renuentemente Atilar relajó su cuerpo. "Como desees, Maestro Qi".
Atilar le había servido a Qi desde la niñez y era su alumno preferido. Qi había sido muy duro con él porque conocía su potencial genético y porque tenía la esperanza de que algún día lo reemplazara en su cargo.
El Maestro Qi habló: "Cuando hayas descansado, hijo mío, quiero que vengas al área de acceso para que conozcas a una recién llegada. Las sacerdotisas de la luna nos han traído a una niña que es un híbrido genético especial y para nosotros será interesante observar su potencial para darles poder a los cristales".
Atilar asintió. Para tener un equilibrio en el centro de poder donde las energías eran predominantemente masculinas, se necesitaban energías femeninas. Estas habían sido engendradas para generar las fuerzas invisibles, pero no se les permitía pensar por sí mismas. Como su educación era limitada, no le llamaban mucho la atención a Atilar; las veía como uno podría ver un transistor o la batería de un coche.
Atilar se retiró a su celda y se sumió en un sueño profundo con la esperanza de regresar al planeta de líquido metálico y continuar su visita con los seres allá.
Inanna y Melinar otra vez enfocaron sus conciencias en Graciela. Como ya sabían el futuro de Atilar, solamente deseaban llevar sus capacidades a los otros Yo multidimensionales. Cuando Graciela despertó, Melinar le proyectó un imagen a su conciencia.
El rocío de la mañana y la luz empezaron a despertarla. En su estado de ensoñación, Graciela había percibido un cuarto lleno de cristales en forma de espiral. Allí había un hombre de pelo gris que llevaba puesta una camisa blanca y pantalones negros y que se ponía de pie para salir del cuarto. Le parecía muy conocido pero no podía recordar dónde ni cómo lo había conocido. Ciertamente este hombre poseía más dignidad que los hombres de su época.
La luz gris y fría de la mañana la obligó a abrir sus ojos. Ella nunca antes había dormido afuera en el Noroeste del Pacífico. Su saco de dormir estaba empapado de rocío y sus pies estaban congelados. Sus queridos perros corrieron a besar su rostro como lo hacían cada mañana para saludarla. En la ciudad tenía que tomar el ascensor para sacar su perros a caminar en la mañana. Ella se rió pensando que si siempre dormía afuera nunca tendría que sacar sus perros.
Se fue a la cocina y encendió su estufa de madera, buscó su lata de café y vio que estaba casi vacía. En Nueva York se había aficionado a un café tostado portorriqueño, pero ahora tendría que buscar otro café. Se sirvió una taza de "espresso" con mucha leche caliente y un poco de miel.
La cabaña de Graciela estaba situada sobre un pequeño valle en Montaña Perdida y desde su ventana podía ver las Montañas Olímpicas. Cerca de la cabaña había un bosque de cedros; detrás de su casa estaban las montañas y el estrecho de Juan de Fuca estaba en la parte de abajo. Era algo embriagador estar tan aislada en medio de la naturaleza.
Buscó una chamarra abrigadora y salió con sus perros hacia el bosque. Mientras caminaba por una trocha, recordó otra época de su vida.
Cuando era niña le encantaban los campamentos de verano y durante cinco años escapaba del encierro de su familia y se iba a un campamento de verano para niñas en el sur de su estado. Allá se acostumbró a caminar sola, con el pretexto de que quería ir a dibujar árboles. Pero en verdad a ella le encantaba estar sola con la naturaleza. Recordó que cuando tenía siete años había caminado por una trocha similar a esa. De repente y sin ninguna razón se había detenido a mirar hacia arriba. En el cielo azul había unas cuantas nubes blancas abultadas. "¿Puedo ir a casa ahora?", había preguntado Graciela. Una voz le contestó. "No, todavía no".
Graciela realmente nunca supo con quién hablaba o a qué hogar quería regresar. Era solamente uno de los muchos misterios sin resolver en su vida. Pero con seguridad nunca se había sentido a gusto en ningún lugar de la Tierra. El hogar paterno había sido asfixiante y desde que salió de allá se había convertido en una gitana virtual. Nerviosamente se mudaba cada dos años puesto que nunca se sentía en casa en ningún lugar.
Ahora en la profundidad del bosque, estaba de pie al lado de un cedro enorme y antiguo. Lo abrazó, colocó su cara cerca de la corteza e inhaló profundamente. Las fragancias eran inefablemente puras y refrescantes. Deseó poder beber el árbol. Una brisa suave acarició su rostro y se sintió tan calmada y feliz.
Se sentó. Sabía que no necesitaba sentarse en la posición de loto, pero lo había hecho durante tantos años que fue algo natural en ella. Recostó su espalda contra el árbol y enterró sus manos en el suelo del bosque. No hay nada tan encantador como esto en ninguna ciudad, dijo en tono meditativo.
Entró en un estado de meditación y permitió que sus ojos se desenfocaran. Desde que era niña e iba a la iglesia, ella era capaz de convertir en una luz sutil dorada y vibrante todo lo que había en el campo de su visión. Esto era algo hermoso, divertido y siempre la hacía sentir muy bien.
Hoy veía algo más que una luz. Entre dos cedros altos había tres seres. No eran tan sólidos como uno vería a una persona; más bien eran una energía que se podía proyectar como forma y la rodeaba un resplandor. Graciela sintió un poco de miedo pero una gran curiosidad.
Inanna se dio cuenta de que Olnwynn la había seguido a ella y a Melinar hasta el bosque donde se encontrarían con Graciela. ¡Oh, no! ¿Que irá a hacer? Inanna se alegró de haberle reparado la garganta cortada, lo que seguramente habría aterrorizado a Graciela. Inanna le lanzó una mirada amenazadora para mantenerlo a raya, pero se le había olvidado asumir la forma de sacerdote druida y Olnwynn no le estaba prestando mucha atención.
"¿Qué tenemos aquí? ¡Una niña completamente sola en el bosque con dos bellos lobos y sin hacha!" Exclamó Olnwynn. "¿Quién eres tú?", preguntó Graciela. "No le prestes atención, apenas se está acostumbrando a estar en un nuevo mundo", interrumpió Inanna. "Hemos venido a este antiguo bosque para estar contigo. Hemos venido para ser tus amigos, tus compañeros. Ya no estarás sola y te ayudaremos a encontrar lo que estás buscando".
Melinar asumió la forma de un anciano gentil de ojos bondadosos y al mismo tiempo retuvo algunos efectos de los brillantes cambiantes. Le habló a Graciela: "Mi niña, has venido a la Tierra por una razón. Ella no es tu verdadero hogar y tú eres más de lo que crees que eres. Has tenido muchas otras expresiones en otros mundos y viniste aquí a ayudar porque lo elegiste. A este planeta le viene un gran cambio. Mientras más humanos se puedan preparar para el cambio, más fácil será para todos. Tú has elegido ayudar en este proceso".
Fue como si algo que Graciela había mantenido adentro hubiera empezado a liberarse y su cuerpo pequeño empezó a sacudirse de todas esas emociones reprimidas. Empezó a llorar a medida que el desahogo de todas esas viejas emociones pasaba a través de su cuerpo físico y de cierto modo la dejaban más liviana. Como ya no podía estar sentada, se acostó sobre el suelo del bosque. Mientras la Tierra y el bosque la sanaban, sintió que todo el dolor emocional de esta existencia, y quizás de otras, se enterraba en lo profundo del suelo del bosque.
Inanna habló con ternura: "Graciela, siempre que quieras que te hablemos, ven a este lugar. Estaremos aquí. Te acostumbrarás a nuestra amistad y pronto nos hallarás donde quiera que te encuentres. Pero tienes que invitarnos. Estaremos esperando así como toda tu vida hemos estado esperando que nos pidas ayuda. Tienes que abrirnos las puertas. Te amamos".
Graciela se estremeció y miró a su alrededor. Los perros se habían quedado totalmente quietos. No se dieron cuenta de que hubo visitantes. Quien había estado allí ya se había ido y a Graciela le estaba dando hambre. Cuando regresaba a la cabaña se preguntó si sus nuevos amigos eran la misma voz en las nubes que había escuchado cuando era una niña. Suspiró. Un plato caliente de sopa de fideos caería muy bien ahora. Los perros se le adelantaron.
Inanna miró a Melinar:
"¿Tú crees que la asustamos?"
Melinar respondió:
"No, pero fue suficiente por un día. Tenemos que proceder lentamente. Tú sabes cómo pueden reaccionar los humanos ante demasiada energía y conocimiento. El temor los puede retardar durante muchas vidas".
Sí, Inanna había visto que eso había sucedido muchas veces. Parecía que los humanos solamente podían aguantar dosis pequeñas, pero el tiempo se estaba acabando; el año 2011 no estaba muy lejos. Inanna sabía que tenía que hablarle a Olnwynn. Si él insistía en acompañarlos, tenía que ponerlo en conocimiento de la situación. Tal vez podía serles útil; después de todo él era astuto e intrépido.
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