XII.- VOLANDO EN EL TIBET


A la luz del amanecer, Graciela observó cómo salía el vapor de una taza de delicioso café. Estaba sentada en la ventana contemplando la luz del alba que ya se tendía sobre las apacibles Montañas Olímpicas cubiertas de nieve.
Todo era tan prístino y hermoso. Ella ya estaba aprendiendo a permitir que el silencio la colmara. Sólo se escuchaban los sonidos crepitantes del fuego y de vez en cuando el ladrido de los perros a los coyotes. Montañas cubiertas de nieve, los cielos estrellados de la noche, bosques de cedro tupidos y flores silvestres que cubrían su pequeño valle, eran experiencias nuevas para Graciela y ella disfrutaba de ellas a cada momento. Pensaba que uno solamente puede sentir la naturaleza cuando está solo. ¿Por qué siempre necesitaba contarle a alguien lo que había visto?
Mientras disfrutaba de su café, meditaba sobre lo que estaba aprendiendo. Había esperado tanto para que llegara esta ocasión. En su vida hubo muchos maestros, algunos maravillosos, otros no tanto. Pensó en el monje tibetano con el que había estudiado años atrás. En ese entonces ella no comprendió lo que se le enseñó. Una vez él traspasó su brazo por una mesa, como si no hubiera nada sólido, para mostrarle la esencia engañosa del mundo material. Ella realmente no comprendió pero había deseado entender y, cuando decidió ir a otro lugar, le dejó un dibujo confuso para agradecerle su sabiduría.
Más tarde se unió a un ashram. El maestro había crecido en la India y había vivido en un ashram bastante conocido allá. Ella estuvo feliz por un tiempo, pues era algo maravilloso estar rodeada de otros cuyo único deseo era comprender el significado de la vida y que no se burlaban de su deseo de lograr ese conocimiento. Durante sus meditaciones, de vez en cuando experimentaba la sensación de ser una con la vida y con la creación. Pero muy rápidamente se dio cuenta de que su maestro se estaba enamorando de su propio poder y ya Graciela no podía explicarse el comportamiento excéntrico del maestro.
Un día, mientras estaba sentada en un salón enorme con cientos de otros discípulos, su voz interior, ese saber interior silencioso en el que había llegado a confiar durante los años, le dijo que se marchara y nunca regresara. Esto fue una sacudida para ella y sintió pesar, pero se fue a casa.
Allá sola caminaba de acá para allá en su cocina tratando de comprender por qué su voz interior le había dicho que se marchara. Estaba confundida y no quería dejar a sus amigos. La voz le dijo en un tono alto y claro: "¡BOTAS!" Graciela quedó totalmente confundida. ¿Botas? ¿Qué quería decir eso? Entonces empezó a recordar.
Cuando tenía siete años había ido a un campamento de verano. El primer día hubo una iniciación. Todos se reunieron y el jefe del campamento propuso una adivinanza: "¿Qué es botas sin zapatos?' Graciela quedó horrorizada, por temor de no saber la respuesta y de que las otras niñas pensaran que ella era estúpida y no la aceptaran. Ella se escurrió hacia la parte posterior del grupo. Las niñas repetían "¡botas sin zapatos!" como si fuera un canto hasta que casi todas ellas adivinaron la respuesta.
Por fin le vino la respuesta, que era por supuesto "¡botas!" Graciela empezó a reír; la adivinanza era tan sencilla. Su voz le decía que era su temor a no comprender lo que dificultaba las cosas y que simplemente confiara en sí misma; todas las enseñanzas saldrían de dentro de ella. Ya Graciela había aprendido todo lo que necesitaba del ashram y era hora de que buscara algo nuevo. Ya podía confiar en su guía interior, sabiendo que ella era parte de la vida, parte del Primer Creador. Las respuestas habían estado dentro de ella desde el principio.
En la parte superior de Montaña Perdida, Graciela se rió de nuevo de "botas sin zapatos". Sus guías a veces eran chistosos y de vez en cuando traviesos, pero en lo profundo de su corazón, ella sabía que podía confiar en ellos. Contempló las Montañas Olímpicas; la luz del sol bajaba por ellas con un color rosado y dorado. Pensó que siempre había sentido miedo de las alturas.
Choje Tenzin llegó al monasterio en el Tíbet cuando sólo tenía siete años. Sus padres no podían mantenerlo y era el último de nueve hijos. Lloró cuando lo dejaron en la entrada, pero no se podía hacer nada, y su padre lo golpeó cuando trató de correr tras ellos. El monje que vino a recogerlo lo llevó a un salón donde había cientos de otros muchachos. Había mucho alboroto en el recinto, los muchachos charlaban, sus platos tintineaban sobre los pisos de piedra. A Tenzin le dieron un tazón de té caliente con mantequilla y lo dejaron para que se valiera por sí mismo.
Durante los primeros años se sintió terriblemente solitario; él era un niño delicado y sensible. Cuando estaba en casa, sus hermanas lo habían consentido con lo poco que tenían y le habían mostrado mucho afecto. Él estaba muy solo y los otros muchachos se mofaban de su debilidad física hasta que se dieron cuenta de que Tenzin dibujaba muy bien. Este monasterio particular estaba dedicado a producir pinturas tántricas, y todo aquel que mostraba un talento especial era digno de mucho respeto. Enviaron a Tenzin al Maestro Profesor de pintura para que lo entrenara en las técnicas y rituales del arte tibetano.
Lin Pao, el Maestro Profesor, era un hombre de gran belleza física y refinamiento. Se rumoraba que venía de una familia muy rica y aristocrática de China. Llegó al Tíbet para darles uso a sus grandes talentos. Se le respetaba como el pintor más grande de los tantras tibetanos.
Al principio Tenzin no recibió enseñanzas de Lin Pao, pero después de muchos años de servir como aprendiz, se le permitió estudiar bajo el gran maestro. Durante horas Tenzin observaba las manos delicadas y fuertes de Lin Pao que hábilmente ejecutaban línea y color. Tenzin adoraba a su maestro. En realidad él estaba profundamente enamorado de su profesor. Era sólo natural que un muchacho tan solitario llegara a albergar tales sentimientos por alguien tan grandioso como Lin Pao, pero dichos sentimientos eran prohibidos y permanecieron en secreto.
El hecho de que Tenzin fuera considerado como un artista talentoso no lo eximía de las rigurosas disciplinas del monasterio. Así que también recibía las lecciones de abstenerse de comida y calor, las horas de permanecer totalmente inmóvil en posiciones de meditación y las artes marciales.
Había una meta disciplinaria que preocupaba a todos los estudiantes. A un grupo selecto de novicios se le enseñaba a elevar su energía hasta el punto de que podían desafiar la gravedad y aprender a volar. Ellos pasaban años perfeccionando esta técnica situados al borde de los peñascos en la parte más alta del monasterio. Lin Pao no solamente era un gran artista, también tenía la habilidad de volar desde los peñascos sin perecer. Tenzin estaba decidido a aprender con el fin de complacer a Lin Pao.
Se decía que el secreto del arte de volar estaba en un enfoque ininterrumpido. Muchos monjes pasaban años preparándose para su primer intento y muchos caían a la muerte. Se creía que todos regresaban a la vida; incluso si un monje fallaba, podía reencarnar, regresar al monasterio y persistir en su intento.
Era un día frío y azotado por el viento. Tenzin y otras almas valientes estaban sentados en los peñascos designados cuando se les unió Lin Pao. Por supuesto, Tenzin quería impresionarlo. Invocó su máxima concentración y de una forma apresurada decidió intentar el vuelo. Se puso de pie y enfocó toda su voluntad, pero cuando dio su primer paso desde el precipicio, la confusión que lo había motivado también distrajo su concentración. Sintió que el amor reprimido que sentía por Lin Pao diluyó el poder su voluntad y Tenzin se desplomó por el precipicio. Su cuerpo se estrelló contra las rocas que había abajo.
Cuando la conciencia de Tenzin flotaba por encima de la concha que había sido su cuerpo, miró anhelosamente a su ídolo Lin Pao. Avergonzado, ni siquiera se atrevió a despedirse.
A Graciela le parecía que todas sus vidas habían terminado sin esperanza, pero Inanna y Melinar le explicaron que cada vida era un acopio de experiencia e información. Graciela y todos los otros eran la suma total de cada uno; compartían la sabiduría y el conocimiento que cada quien había adquirido de una forma tan dolorosa.
Inanna le mostró a Graciela cómo Tenzin había contribuido a su ser. La sabiduría del Tíbet era una de las últimas plazas fuertes de la verdad en su tiempo. Ella siempre se había sentido impulsada a buscar la verdad y siempre quiso ir al Tíbet. Hasta estudió con un monje tibetano. La afinidad instintiva de Graciela con las enseñanzas tibetanas y el arte le habían proporcionado mucho discernimiento y le habían permitido liberarse de las limitaciones de su propia formación cultural. La habilidad de Tenzin para la pintura le había llegado a Graciela y había reconocido milagrosamente a Lin Pao como su mejor profesor en la escuela de artes donde había estudiado en Nueva York. Bueno, ¿y si la dejaron con un residuo de temor a las alturas? Ella podía superarlo.
Graciela pensaba que para Inanna y Melinar era muy fácil decir que esto se podía superar. Para ella ellos realmente no estaban en cuerpos físicos aunque decían que sí lo estaban. Graciela todavía no veía muy bien a dónde llevaría todo esto. En medio de su aprendizaje, de vez en cuando sentía la necesidad de entumecerse a sí misma viendo televisión o saliendo de compras. ¿Pero, a dónde podría una chica ir de compras en Montaña Perdida?
Graciela fue a su biblioteca. Por Dios, qué cantidad de libros. La última vez que se mudó, incluso los empleados de la mudanza se desalentaron al ver el volumen de su colección. Su biblioteca estaba repleta de toda clase de rarezas, desde Tolstoi hasta Lao Tzu, desde economía hasta los OVNIS; toda clase de temas había en su biblioteca.
Su atención cayó sobre un libro que le habían regalado hacía muchos años. El libro había sido escrito en 1949 cuando Graciela tenía sólo cuatro años. En 1969 trató de leerlo. En esos días llevaba el pelo hasta la cintura, y su ropero lo formaban dos camisetas y una falda de algodón hecha en la India. Era muy emocionante estar en Nueva York con tantos otros jóvenes que creían poder cambiar el mundo. Graciela había luchado por comprender este libro, pero en ese tiempo no había tenido la suficiente experiencia de la vida para comprender su significado. Ahora mientras lo tenía en sus manos le parecía muy claro lo que el autor estaba diciendo.
El universo es un sueño holográfico proyectado como un pensamiento dentro de la mente de Dios, y sólo nuestras percepciones individuales de las frecuencias rítmicas relativas y variantes hacían al mundo parecer real. El autor continuó hablando sobre cómo es posible ir más allá del tiempo ordinario, ir al pasado o al futuro, e incluso pasar hasta más allá de la dimensión manifiesta.
Graciela comprendió que esto era exactamente lo que ella estaba haciendo. Ella era sus otros Yo en el tiempo de sus datos y, simultáneamente, Inanna era todos ellos, incluyendo a Graciela. El tiempo no existía, excepto como un pensamiento que le permitía a la existencia jugar a sí misma en el espacio. Graciela había tomado conciencia de la realidad secreta del mundo aparente y había escapado de las leyes que la sujetaban a la ilusión del tiempo.
Graciela pensó que si el Primer Creador era todas las cosas, entonces Marduk también debía ser parte de la comedia divina, una parte del Primer Creador. Melinar estaba sumamente complacido de que Graciela pudiera abrigar este pensamiento. Él comprendió que así como el papel de Inanna era luchar contra Marduk, también era el destino de éste ser exactamente como era, porque el Primer Creador era todas sus partes variables, que se mueven en el flujo del tiempo para examinarse a sí mismo, para expresarse y para experimentar, para jugar. A medida que Graciela era más capaz de interactuar con sus otros Yo multidimensionales, podía asimilar más datos y más sabiduría y mayor era su oportunidad de activar el ADN divino de su cuerpo: los códigos genéticos que se perdieron hace tanto tiempo.
Melinar abrazó a Inanna como mejor pudo. Todavía había mucho por hacer, pero estaban progresando.

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