Inanna observó cómo Enki y su dragón se desvanecían de regreso hacia su propia realidad. Ella amaba a Enki y realmente nunca lo culpó de lo que había sucedido, pero de vez en cuando sí pensaba que si sólo él hubiera sido capaz de enfrentarse a su hijo Marduk, ella todavía podría ser la reina de Sumeria. No obstante, la verdad era que toda la familia había puesto su grano de arena en la creación de Marduk. Y, después de todo, Marduk era tanta parte del Primer Creador como lo eran ellos. Todos eran parte de una gran comedia cósmica, el equilibrio entre las llamadas fuerzas de la luz y la oscuridad. Ahora dependía de ella y del resto de la familia hacer los ajustes necesarios en la balanza de poder.
Olnwynn estaba empezando a comprender lo que sucedía. Se dio cuenta de que esta mujer había bajado desde las estrellas a la Tierra y de algún modo mágico había proyectado una parte de sí misma dentro de muchos cuerpos diferentes para poder crearlo a él y a cuántos otros más, él no lo sabía. Comprendió que su grupo compuesto tenía la misión de rescatar a los habitantes de la Tierra de un tirano cuyo nombre era Marduk. Obviamente, faltaban muchas piezas en este rompecabezas.
"¿Hay otros como yo allá?", preguntó Olnwynn.
"Sí", respondió Inanna.
Rápidamente escudriñó algunos de sus actuales Yo y los bancos de sus datos.
"Creo que estoy empezando a comprender", dijo Olnwynn en voz baja. "Cuando yo era un niño tú eras la que me hablabas. Más tarde, fuiste tú quien me inspiró en la poesía y todas esas visiones que tuve procedían de ti. Si sólo te hubiera escuchado, habría podido recordar".
Inanna le contestó amablemente:
"Yo no lo hice todo; tú siempre fuiste muy intrépido. Viniste de un magnífico linaje con un potencial ilimitado, del cual tú usaste gran parte. Fue mi idea dejarte como un huérfano con el fin de que me buscaras. Me olvidé de cuán poderoso era el alcohol para bloquear cualquier comunicación psíquica. Tú viviste en un ambiente de temor y guerras interminables planeadas por mi primo, el tirano Marduk. No te culpes a ti mismo; más bien piensa en lo que has aprendido".
Él, Inanna y Melinar volvieron su atención hacia Graciela: Olnwynn nunca había visto a una mujer que tuviera el valor para vivir sola en un bosque. Él admiraba mucho a sus lobos.
"Perros, Olnwynn, son hermosos perros", le corrigió Melinar. "Puedes ayudar a Graciela, la puedes inspirar con tu coraje. Ven, acerquémonos a ella".
Graciela no había olvidado la experiencia que tuvo bosque y se había comprometido a meditar entre las tres y cuatro de cada mañana. Se decidió a realizar lo que ella "el desierto", que para ella significaba nada de llamadas telefónicas, nada de televisión, nada de periódicos. Se permitió escuchar cierta clase de música y leer unos cuantos libros inspiradores como El Mahabbarata, el Tao Teh Ching de Lao Tzu, o El Libro Tibetano de los Muertos.
Había leído sobre el tanque de flotación diseñado por John Lilly, el científico que hablaba con los delfines. Decidió inventar su propio tanque, llenó su baño casi hasta el tope y colocó velas a los lados. A la luz de las velas se acostó en el agua arqueando su espalda y dejando sólo la nariz por encima del nivel del agua. Así flotaría durante horas hasta que el agua se enfriara tanto que la distraería. Luego pasaría a otro cuarto a meditar. Tenía un teclado electrónico barato, el cual tenía un botón que al presionarlo tocaría una nota hasta que se agotaran las baterías. Entonces enfocaba su conciencia mientras escuchaba ese tono musical continuo.
Los tres primeros días del "desierto" eran los más difíciles. Hubiera hecho cualquier cosa por hacer una llamada o ver el programa más estúpido en la televisión en esos tres primeros días. Pero si se mantenía firme en su decisión, las recompensas serían hermosas. Después de los tres días todo lo que la rodeaba emanaba belleza y sus guías se le acercaban más. Era algo maravilloso; estos momentos de belleza constituían las horas más felices de su vida. Anteriormente había recorrido "el desierto" para encontrar la paz. Así ella sentía que estaba en un monasterio en lo alto del Himalaya en el Tíbet.
Una vez estuvo con un equipo de filmación en Inglaterra. Estaban grabando un documental sobre la música tibetana. Se sintió muy impresionada en presencia de aquellos monjes; los sonidos de sus campanas y cuernos la transportaban hasta su luz dorada. Pero cuando todo terminó, sin saberlo, se acercó demasiado al altar sagrado. Ignoraba que, según la creencia de ellos, si había estado menstruando, su toque mancharía el altar sagrado. Le dijeron que les habría tomado seis meses para purificarlo. Los monjes no le permitieron que se acercara más, lo que hirió sus sentimientos y la confundió. Ese día perdió todo su interés en el Tíbet y se dio cuenta de que allá no encontraría lo que estaba buscando. Instintivamente ella sabía que la misma sangre que producía la vida no podía ser impura.
Sentada frente a su mesa de meditación, Graciela pasó a otra realidad. Anteriormente había recordado sus vidas pasadas. Fue como si de repente pudiera ver a través de los ojos de otro ser y, mientras miraba fijamente las piedras duras y frías de lo que parecía ser la celda de una prisión, le arrojaron una túnica azul sobre "su" cuerpo. Pero no era su cuerpo; era un hombre de cabello largo gris que llevaba una camisa blanca sucia y pantalones negros. El hombre parecía estar conmocionado.
Atilar yacía inmóvil sobre un piso frío de piedra. ¿Por qué lo había hecho? Él, que había controlado todos los impulsos de su vida, se veía a sí mismo totalmente perplejo ante su impotencia total. Ahora todo se había ido, todo estaba perdido y no podía recuperarse. La muerte sería motivo de alegría.
Pensó en el primer momento en el que la había visto. El Maestro Qi lo había llamado al área de acceso para que conociera a la nueva chica que les habían llevado las sacerdotisas de la Luna. Era algo rutinario, sucedía todos los días, hasta que él la vio. ¿Qué tenía ella? Era como si Atilar la hubiera conocido durante toda la eternidad. Su presencia tocó una parte durmiente de su ser y le hizo sentir algo que nunca había sentido antes. No era simplemente porque fuera bella; todas las chicas escogidas por la Orden de la Luna eran exquisitamente bellas. Pero ésta era de algún modo diferente. Su piel era del color de crema fresca y sus ojos eran azul oscuro como el mar. Su cabello de cobre caía por su cuerpo y tocaba el piso. No obstante, fue su pureza lo que le atravesó una flecha en su alma. El estar cerca de ella le producía el más dulce dolor.
La tragedia empezó cuando el Maestro Qi, de una manera rutinaria, puso la muchacha bajo el cuidado de Atilar. ¿Por qué no notó el Maestro Qi el cambio en su estudiante preferido? ¿O realmente lo notó?
Naturalmente la muchacha admiraba a Atilar; él era conocido por toda la Atlántida como el heredero del Maestro Qi y el más avanzado en la disciplina de modular los cristales por medio del pensamiento. Todas las novicias jóvenes adoraban a Atilar desde lejos. Él no les prestaba mucha atención a esas cosas. Eso no le interesaba, hasta ahora.
Solitario en su cuarto, Atilar empezó a abrigar pensamientos que nunca antes había tenido. Sabía que si aplicaba la magia que había aprendido durante todos los años, fácilmente podría seducir a la chica. También sabía que la magia haría que el encuentro fuera de proporciones cósmicas. Sería algo así como si él y la chica fueran las energías en bruto del universo que se convierten en una. Solamente un hombre de los talentos y experiencia de Atilar podría generar esta forma de hacer el amor. Y él la amaba desesperada y totalmente con todo su ser. Antes de conocerla había vivido a medias; ahora lo sabía. Incluso su tormento era un éxtasis para él. El tiempo pasó.
Cada día Atilar inventaba más excusas para poder estar con la chica. Ella estaba en todos sus pensamientos. Era muy normal que una sacerdotisa de la Orden de La Luna acompañara a alguien como Atilar al Gran Salón de los cristales. Normalmente, la chica simplemente se sentaba en silencio y generaba la polaridad de la energía femenina que se requería, pero un día Atilar hizo una sugerencia.
Le dijo a la chica que se sentara frente a él y mirara profundamente en sus ojos. Le explicó que estaba experimentando nuevos métodos para modular la frecuencia de los cristales. La chica le obedeció y colocó su hermoso cuerpo blanco frente a él. Ella lo adoraba y haría cualquier cosa que él le pidiera.
Atilar cayó hacia los profundos ojos azules de su amada. Durante horas estuvieron unidos en esta forma y los dos vírgenes intercambiaron su energía. A medida que las frecuencias de sus cuerpos se aceleraban, ellos eran transportados a una nueva realidad. Atilar y la chica se volvieron uno. El piso, el cuarto, incluso la Atlántida entera desapareció. Lo único que existía era su unidad que emanaba poder y se convertía en una luz pura. El tiempo y el espacio se desvanecieron.
Si sólo Atilar se hubiera conformado con permanecer en ese estado nada hubiera pasado. Pero el hombre que había dentro de él, el humano, deseaba la consumación. Se concentró sobre su cabello de cobre y su elegante garganta cremosa y la despojó de su túnica. Sus pechos eran pequeños y perfectos; los acarició. Suavemente la acostó y de una manera cariñosa penetró su dulzura sagrada. Su corazón latía a medida que la sangre corría por su cuerpo hasta que su pasión se derramó dentro de ella. Nunca antes había conocido tal felicidad, tal gozo. Los cristales del salón empezaron a resonar con su amor, empezaron a cantar y emitían armonías dulces como respuesta a esta poderosa fuerza.
Las puertas se abrieron de par en par cuando el Maestro Qi y los guardianes entraron bruscamente en el nido de los amantes. El hechizo se rompió de una manera cruel y se llevaron a Atilar a una celda. En medio de un choque mental él yacía sobre las piedras duras, incapaz de moverse durante muchos días.
Atilar reflexionó sobre su vida mientras miraba el agua estancada que se detenía en las grietas del piso de piedra. Nunca le habían dado opciones. Desde que nació le dijeron cuál era su destino. Nunca tuvo oportunidad de jugar cuando era niño, pues lo entrenaron inflexiblemente. Nunca había amado, nunca había jugado. Se había convertido en un maestro, pero retrospectivamente se dio cuenta de la futilidad de todo. Siempre hubo algo que faltaba y, hasta que vio a su amada, no había conocido el nombre del espacio vacío que había dentro de él, el cual nunca pudieron llenar la disciplina interminable y el ritual repetitivo. Nunca tuvo tiempo o lugar para sentir, para amar, para ser espontáneo y ahora le parecía obvio que los ideales que adquieren forma inevitablemente se convirtieran en trampas, para muestra un botón, ahora estaba en la celda de una prisión. Fielmente había cumplido los compromisos de la Orden de las Túnicas Azules, pero nunca le dieron la oportunidad de crear algo por sí mismo. En esencia, había sido un esclavo.
El Maestro Qi entró en su celda. Los dos hombres se miraron y los ojos del Maestro Qi se llenaron de lágrimas.
"Hijo mío, has fallado en tu última prueba. Has profanado a una virgen de la Diosa de la Luna y ahora tienes que morir".
Él sabía que Qi decía solamente la verdad. En algún lugar dentro de su alma Atilar entendía que una vida sin sentimiento, sin amor, era una vida vivida a medias, de modo que aceptó su destino. Estaba listo para morir.
Como el Maestro Qi había pedido indulgencia, Atilar perdería solamente su vida y le perdonarían el horror máximo. El rayo láser que saldría del cristal central sólo destruiría su cuerpo físico, pero su alma permanecería intacta. Atilar asintió; tenía que ser ejecutado. Muchas veces antes había salido de su cuerpo, pero esta vez no regresaría.
Llegaron los guardias a la celda y lo escoltaron hacia la cámara de la muerte, donde lo encadenaron a una pared frente al enorme cristal. Todos salieron del cuarto, se encendió el rayo y en segundos el cuerpo de Atilar se convirtió en cenizas.
Mientras Atilar flotaba libre por encima de su carne, su amor por la joven sacerdotisa lo llevó hasta sus aposentos. Sus hermosos ojos azules estaban rojos e hinchados de llorar y Atilar se dio cuenta de que la muchacha estaba embarazada. Desesperadamente quería abrazarla una vez más y cuidarla. Todo era tan triste. Mi amor inocente, pensó, ¿qué será de ti? El dolor que sintió en su corazón por dejarla era más de lo que cualquier hombre pudiera aguantar. ¿Cómo podría encontrarla de nuevo?
Graciela estaba muy cansada. Estaba llorando por Atilar y la chica, y ese aparato de láser la asustó demasiado. ¿Por qué no pudo haber sido simplemente bella, rica y poderosa como las otras personas que recordaban sus vidas pasadas? ¡Eh Ave María! Ciertamente no había sido fácil en el plano físico.
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